San José de Calasanz - 25 de agosto

«Fundador de los escolapios. Devoto de María, gran pedagogo, comprometido por la enseñanza de la niñez y la juventud. Pionero en el mundo con la creación de escuelas populares y gratuitas, Pío XII lo declaró patrón de todas los centros cristianos de este cariz»

Madrid, 24 de agosto de 2015 (ZENIT.org) Isabel Orellana Vilches | 0 hits

Cuando san Alfonso María de Ligorio pasó por circunstancias difíciles, leía la vida de José y halló en ella consuelo. Nació el 11 de septiembre de 1557 en Peralta de la Sal, Huesca, España. Era el benjamín de seis hermanos. Siendo niño se propuso perseguir al diablo cuchillo en mano para matarle; tal era su odio al pecado que le inculcó su madre, en cuyo regazo aprendió a amar a Dios, a la Virgen y a los santos. Estudió gramática en Estadilla y fue designado prior del colectivo de alumnos aragoneses. Completó su formación en la universidad de Lérida, donde cursó filosofía y derecho. Luego realizó teología en las de Valencia y Alcalá de Henares finalizando en 1581.

El proceso hacia su sacerdocio se produjo en 1582 en el transcurso de una grave enfermedad. Prometió a la Virgen que se ordenaría si sanaba, y así sucedió. Al año siguiente recibía este sacramento. Desempeñó su ministerio en distintos lugares de las comarcas pirenaicas, entre otras, La Seu d’Urgell, cerca de la frontera francesa, y en Tremp donde asumió las misiones complementarias de visitador oficial y vicario general de tres poblaciones añadidas a la de Tremp. Era una época llena de peligros para las gentes que eran asaltadas por malhechores en emboscadas, lo que suponía pérdida de bienes y hasta de la propia vida. José hizo lo posible para que el virrey solventase la situación.

En 1592, después de doctorarse en teología en Lérida, desprenderse de sus posesiones y dejar en marcha obras de caridad, partió a Roma, su último destino. Bajo la protección del cardenal Colonna, antiguo compañero de curso en Alcalá, que lo nombró teólogo consultor y le encomendó la formación de su sobrino, se integró en la ciudad. Junto a san Camilo de Lelis destacó por su atención a los afectados por la peste. Ambos pugnaban para ser los más relevantes en la entrega a los enfermos y moribundos. José, que era miembro de la cofradía de la Doctrina Cristiana, ya había advertido la gravísima carencia educativa de los niños huérfanos y abandonados que deambulaban por las calles. Y aunque a muchos podía instruirlos los domingos, era insuficiente. Veía que para poder llegar a todos, la formación debía ser gratuita. Buscó ayuda en diversas órdenes religiosas y en el senado, pero se dio cuenta de que debía ser él quien se dedicara a tan delicada labor. El padre Brendani, párroco de Santa Dorotea del Trastévere, le animó y ayudó.

En noviembre de 1597 en una de las habitaciones que le prestó creó una escuela, dando inicio a la fecunda labor pedagógica que culminaría con la fundación de las Escuelas Pías. Su cariz popular y gratuito hizo que José fuese pionero en el mundo de una empresa como ésta. A la semana había un centenar de chicos. Dos años más tarde abrió otra casa y el cardenal Colonna autorizó que tres profesores que sentían predilección por la infancia y ejercían provechosamente la docencia comenzaran vida comunitaria junto a él. En 1602, cuando los muchachos se acercaban al millar, inauguró una nueva escuela para albergarlos en un espacio colindante a la basílica de Sant’Andrea della Valle. Allí sufrió un accidente. Accedía por una escalera con una campana y se cayó desde lo alto fracturándose la pierna, cuya secuela fue una cojera. Volcado por completo en la tarea educativa y la atención a los chicos, abandonó el palacio de Colonna y convivió con ellos. Les entregó la oración mariana «La corona de las 12 estrellas», un catecismo y el «Reloj de la Pasión de Cristo», amén de escribir casi cinco mil cartas de gran valor espiritual y pedagógico.

En 1610 redactó las líneas maestras de su pedagogía, un reglamento para el profesorado y otro para los alumnos. Al año siguiente adquirió un «palazzo» cerca de San Pantaleón albergando un millar de estudiantes. Admiraba la ciencia de Galileo que incluía en la formación integral que proporcionaba a los pequeños aunando: «Piedad y Letras». Todo discurrió con rapidez. En 1614 Pablo V autorizó el vínculo entre las Escuelas Pías y la congregación de Lucca de san Juan Leonardi que había ayudado a José. Viendo que tal unión no funcionaba –eran carismas distintos–, en 1617 el padre Calasanz obtuvo del pontífice el plácet para erigir su propia fundación. El camino, aunque breve, había sido doloroso, sembrado de envidias y recelos de muchos, incluidos miembros de otras órdenes religiosas, celosos de la protección que gozó del pontífice y de otras personalidades destacadas. En la primavera de ese año el santo y los catorce primeros integrantes formalizaron su compromiso en la capilla de la Aparición, en San Pantaleón. A los votos ordinarios añadieron la dedicación a la educación de la juventud. Quiso que todos fueran «cooperadores de la verdad».

José era el general de la Orden. Pero en 1630 ingresó en ella el padre Sozzi, una persona conflictiva que movió los hilos para convertirse en provincial de los Clérigos Regulares de las Escuelas Cristianas de Toscana, al margen de la autoridad del santo. El malévolo sacerdote llegó al extremo de acusarle ante el Santo Oficio, y el fundador fue arrestado y conducido por Roma como un vulgar delincuente. Fue liberado con la mediación del cardenal Cesarini, pero Sozzi no cesó sus intrigas y le sometió a toda clase de humillaciones. Tras su muerte no cambiaron las cosas porque el sucesor, padre Cherubini, siguió esta línea hasta que en 1645 José fue restituido como superior general. Cherubini murió en sus brazos. El santo recibió nuevo varapalo a sus 90 años al ver reducida su fundación a Asociación por el papa Inocencio X. Al conocer la noticia, emulando a Job, manifestó: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó. ¡Bendito sea!». El 25 de agosto de 1648 exhalaba su último aliento; sufrió mucho por causa de su hígado, aunque los médicos no apreciaron la lesión. Nueve años más tarde, tal como había advertido convencido de que su obra era de Dios, Alejandro VII la reconoció. Clemente XIII lo canonizó el 16 de julio de 1767. En 1948 Pío XII lo declaró «celestial patrono de todas las escuelas populares cristianas».